Decía mi padre que un hombre con una camisa limpia y unos zapatos limpios era la elegancia personificada. Mi padre no era machista, se lo puedo asegurar. No lo era. Ni mi madre. Eran otros tiempos y es imposible medirlos con las reglas y los centímetros de ahora. Pero machistas, no lo eran.
Mi madre era y es una gran modista. Muy jovencita tuvo el arrojo de aventurarse a la Capital del Reino desde su Extremadura natal y hacerse modista. Y ejerció. Y lo hizo tan bien que, aún hoy, disfruto de las americanas que le hizo a mi padre.
Pero a lo que íbamos, que me despisto.
La elegancia masculina era como un estandarte limpio, claro y bien visible. Camisa blanca, traje cruzado (o no), corbata y pañuelo a juego, y un buen zapato. En invierno abrigo y en verano manga larga remangada. Pim, pam, pun y a la calle. El sombrero comenzaba a poder ser prescindible, pero todavía se llevaba.
La luz de las fotografías de esos años parece decir a gritos que la felicidad es la moda perpetua. Claro que, con veinte años, quien no sonríe es que no sonreirá nunca. La elegancia en las maneras y en los andares de aquellos hombres y mujeres, hombres y mujeres que acababan de salir de las mil y una cuevas tenebrosas de la posguerra, tendría que hacernos reflexionar, ahora que lo tenemos casi todo y casi todo todavía no nos sirve. La elegancia de los paseos y de las gaseosas; la elegancia de las miradas absortas y de los cines de verano; la elegancia del vermut y del sifón; la elegancia simple de la vida simple y de la esperanza.
Hoy estamos enfrascados en retorcer los moldes y en remarcar las telas de tafetán. Hoy estamos perdidos y tendremos que encontrarnos, acudir al pasado y pensar que quizá sea un espejo adecuado en el que mirarnos. Demasiadas estrellas acabarán saturando nuestro universo.
Quizá sea todo más simple: un hombre con una camisa limpia y unos zapatos limpios es la elegancia personificada.
“La elegancia es la única belleza que nunca se desvanece” Audrey Hepburn
Cecilio Amores